Restos de una paloma,
un revoltijo de tripas y plumas sobre el sendero de cemento.
Interrumpo el desayuno del chimango, sobrevuela la plaza y observa desde un tercer piso.
Es temprano, nadie espera,
mi silenciosa presencia yace bajo la sombra de un árbol.
Es domingo y leo sobre la muerte,
como todos los días.
A unos metros rebota una pelota
y el sonido hace eco contra los muros
de la plaza sin nombre.
A medida que pasan los minutos, el barrio cobra vida y la plaza se asolea.
Llegan perros con sus dueños,
las personas se saludan y conocen los nombres
de otros animales, como en una sociedad
donde los canes también hablan y se contestan.
Se preguntan ¿cómo estuvo su semana?
¿Su dueña lo sacó a pasear ayer? Hace tiempo que no lo veo por este árbol.
Llegó Ayra, una galgo nueva, es gris y tiene algo extravagante. Nadie corre como ella.
Eso se oye de los perros, ¿quién lo hubiera pensado?